Dos miradas sobre la caída de Francia: Bloch y Chaves Nogales (I)
El súbito desplome del ejército francés tras la ofensiva alemana de mayo de 1940 fue analizado con penetración insuperable por dos testigos directos de hondas convicciones democráticas y ejemplares trayectorias vitales: el periodista español Manuel Chaves Nogales y el historiador francés Marc Bloch.
La masacre
Poco después del anochecer del 16 de junio de 1944, un pequeño convoy se detuvo junto a un prado rodeado por un seto de arbustos, a un par de kilómetros del pueblecito de Saint-Didier-de-Formans. Del primer coche bajaron cuatro hombres armados con metralletas, dos de ellos de paisano, los otros dos con el uniforme del SD (Sicherheitsdienst, Servicio de Seguridad). En el camión que venía detrás se encontraban treinta detenidos que acababan de ser extraídos de sus celdas en la prisión de Montluc y de la sede de la Gestapo en la plaza Bellecour de Lyon.
Cerraba la comitiva otro coche con más policías alemanes que se cruzó en la carretera para proporcionar intimidad a la vergonzosa escena que iba a seguir. De cuatro en cuatro, los prisioneros fueron conducidos hasta el prado y, mediante una corta ráfaga por la espalda, asesinados. La ejecución, breve y chapucera, dejó dos testigos vivos, que nos han proporcionado los detalles.
Uno de los muertos, sin embargo, era un hombre maduro, menudo, calvo y miope, que había declarado llamarse Maurice Blanchard a sus torturadores, aunque su nom-de-guerre en la Resistencia era Narbonne. Los nazis acababan de matar a uno de los historiadores más influyentes del siglo XX, el fundador de la revista Annales, Marc Bloch.
Las armas y las letras
Nacido precisamente en Lyon en 1886, aunque criado en París, Bloch pertenecía a una estirpe de judíos alsacianos
que habían emigrado después de la anexión de esta provincia a Alemania,
tras la desastrosa Guerra franco-prusiana de 1870. Habiendo crecido en
un ambiente intelectual, con hondas convicciones republicanas y
patrióticas, Bloch formaba parte de aquella clase secularizada de judíos
franceses que anteponía la identidad nacional a su especificidad
religiosa y que tan conmocionada quedó cuando el “affaire Dreyfus” (también judío alsaciano) sacó a la superficie el antisemitismo larvado en la sociedad francesa finisecular.
Marc Bloch fue un estudiante destacado primero en el liceo Louis Le Grand y después en la École Normale Supérieure, donde su padre Gustave era profesor de Historia Antigua. Más tarde, amplió estudios en las universidades de Berlín y Leipzig.
Comenzó su carrera docente como profesor de secundaria en Montpellier y Amiens, hasta que en 1914 fue movilizado como tantos otros millones de europeos y arrojado a la carnicería de la Primera Guerra Mundial, de la que salió herido pero con cuatro menciones, la Croix de Guerre y la promoción a capitán.
Llegada la paz y con la devolución a Francia de Alsacia y Lorena, Bloch consiguió un puesto en la depurada Universidad de Estrasburgo, donde desarrolló la mayor parte de su carrera. Allí redactó sus primeras y rupturistas monografías, como Los reyes taumaturgos (1924) y Los caracteres originales de la historia rural francesa (1931). Allí conoció a Lucien Febvre, antiguo normalien a su vez, junto al que fundaría en 1929 una revista portadora de un nuevo paradigma epistemológico: Annales d’Histoire économique et sociale.
Carrera académica y vuelta al combate
Pocas veces una publicación académica ha tenido un impacto tan grande sobre una rama del saber. Alejada del positivismo imperante en la historiografía francesa, la Escuela de los Annales propuso un nuevo enfoque totalizador en el que la Historia se imbricaba y utilizaba toda una serie de disciplinas auxiliares (geografía humana, antropología, sociología, estadística), reaccionando contra el énfasis tradicional en los acontecimientos políticos, diplomáticos y militares, y en las grandes personalidades dirigentes, la denominada con cierto desdén histoire événementielle, para incluir a todas las capas de la sociedad durante largos períodos de tiempo (lo que otro “annalista” posterior, Fernand Braudel, denominaría en un famoso artículo la longue durée).
Utilizando un adjetivo muy de moda en el período de entreguerras, Febvre y Bloch aspiraban a una “historia total”.
Bloch siempre deseó retornar a París, núcleo incontestable de la intelectualidad francesa. Trató infructuosamente en dos ocasiones de ser elegido miembro del prestigioso Collège de France y finalmente consiguió una plaza en la Sorbona en 1936. A esta última etapa académica pertenece su obra cumbre, La sociedad feudal (1939-1940).
Al comenzar la Segunda Guerra Mundial, Bloch, de 53 años, casado y con seis hijos, aquejado de artritis en las manos y una considerable miopía, se alista de nuevo y es asignado al estado mayor del Primer Ejército, acantonado en Picardía, recuperando su graduación de capitán. Observa crítico la deficiente preparación del ejército francés para la batalla que se avecina, la esclerosis de los mandos, la absurda disposición estratégica, la desmoralización de la tropa durante el largo lapso (la drôle de guerre, la ‘guerra de broma’) entre la declaración de guerra en septiembre de 1939 y el desencadenamiento de la ofensiva alemana el 10 de mayo de 1940.
Estupefacto por la debacle francesa es evacuado a Inglaterra desde Dunkerque, pero retorna y el Armisticio del 24 de junio le sorprende en Rennes. Como tantos miles de sus camaradas, sencillamente viste sus ropas civiles y vuelve a casa. Entre julio y septiembre de ese año pondrá en orden sus anotaciones y las vivísimas impresiones de la campaña recién acabada para producir el testimonio excepcional, La extraña derrota.
Sin embargo, Bloch no podrá permanecer al margen. Su condición de judío veta su continuidad en la universidad, aunque se hace una excepción con él debido a su prestigio e impartirá clases en Clermont-Ferrand, en la zona no ocupada. A partir de noviembre de 1942, el régimen títere de Vichy deja de existir en la práctica con la ocupación total de Francia por los alemanes y Bloch pasa a la clandestinidad. Se radica en Lyon y se une a la Resistencia en el seno del movimiento “Franc-Tireur”, ejerciendo una labor dirigente en la región durante todo 1943.
Durante estos meses escribe su última obra, la Apología de la Historia o el oficio del historiador, inconclusa, que se publicará póstumamente tras la guerra. El 8 de marzo de 1944, tras una serie de delaciones, la Gestapo efectúa una redada masiva deteniendo a un centenar de resistentes. Marc Bloch está entre ellos.
La extraña derrota
La admiración que la obra de Marc Bloch provoca en todo buen aficionado a la Historiadebería llegar a la fascinación cuando se repasa La extraña derrota, sobre todo si se tienen en cuenta las circunstancias que rodearon su redacción, en el verano de 1940.
Bloch, como apunté unas líneas más arriba, acababa de regresar con los suyos y se había desplazado a una casita de campo que poseía en Creuse, en el Lemosín. Apenas desmovilizado, el viejo profesor pone rápidamente por escrito sus recuerdos todavía calientes de la reciente campaña pero, a pesar de su cercanía personal y temporal, el librito constituye un acertado y acerado diagnóstico de la catástrofe.
La extraña derrota remeda la instrucción de un proceso, en tres partes progresivamente más amplias. Tras unas breves páginas (“Presentación del testigo”) en las que relata sus antecedentes familiares y biográficos y los avatares personales en la brevísima campaña, Bloch se lanza a un análisis sobre las causas militares (“Deposición de un vencido”) y morales (“Examen de conciencia de un francés”) de la derrota, que combinan sorprendentemente la precisión sin contemplaciones al describir los males de la patria con una búsqueda expresa de la ecuanimidad en el juicio, que en ningún momento es vacilante o tentativa, sino un noble reconocimiento de los deméritos propios y de la colectividad, apoyados en el oficio del historiador.
O como dice el propio autor:
“Son estos mismos hábitos de crítica, de observación y, espero, de honestidad, los que he tratado de aplicar al estudio de los trágicos acontecimientos en los cuales desempeñé un papel sumamente modesto”.
La segunda parte del escrito comienza con una afirmación categórica:
“De vuelta de la campaña, apenas había oficiales que abrigaran dudas al respecto: por más vueltas que se le den a las causas profundas del desastre, la causa directa –que exigirá una explicación– fue la incapacidad de los mandos”.
Y Bloch comienza a desgranar su particular J’accuse:
“Muchos errores de diversa índole, cuyos efectos se acumularon, condujeron a nuestros ejércitos al desastre. Por encima de todos ellos se yergue una gran carencia. Nuestros jefes o quienes actuaron en su nombre no supieron pensar esta guerra. Dicho de otro modo, el triunfo de los alemanes fue esencialmente una victoria intelectual. […] Los alemanes han hecho una guerra bajo el signo de la velocidad. Nosotros, por nuestra parte, ni siquiera hemos tratado de librar una guerra de ayer o antes de ayer.”
Las consideraciones tácticas no se le podían escapar a un veterano de dos guerras mundiales, que constataba las diferencias entre el dinamismo de la Blitzkrieg y el pensamiento militar francés, anclado en caducas concepciones de la Gran Guerra:
“Todo el mundo hubiera tolerado pasar días enteros disparando a cubierto de trinchera a trinchera (…) Los alemanes, por su parte, corrían un poco por doquier, cruzando caminos. Sopesando el terreno, se detenían cuando la oposición resultaba demasiado dura. Si golpeaban “en blando”, por el contrario, se lanzaban hacia delante y explotaban después su avance organizando una maniobra apropiada (…) Creían en la acción y lo imprevisto. Nosotros habíamos hecho profesión de fe en el inmovilismo y la tradición.”
El ejemplo palmario de esta actitud fue la extensa construcción de fortificaciones que se tragó el presupuesto militar francés durante el periodo de entreguerras:
“Si no contamos con suficientes tanques, aviones o vehículos de tracción, fue ante todo porque sepultamos en el hormigón unos recursos en efectivo y mano de obra, que indudablemente no eran infinitos, sin tener la prudencia de sellar lo suficiente nuestra frontera del norte, tan expuesta como la del este; porque nos enseñaron a confiar exclusivamente en la línea Maginot […]”.
Igualmente acertados son los comentarios de Bloch acerca de los progresos realizados durante un cuarto de siglo por la aviación, que se convierte en un arma preponderante en el campo de batalla, así sea por su impacto sobre la moral:
“Se ha dicho que Hitler, antes de elaborar sus planes de combate, se rodeó de expertos en psicología. Ignoro si es cierto. No parece increíble. Es indudable que un ataque aéreo conducido con tanta energía como la que desplegaron los alemanes atestigua un conocimiento muy refinado de la sensibilidad nerviosa y de la forma de quebrarla. […] Es probable que por sí mismo, el bombardeo aéreo no sea realmente más peligroso que tantas de las demás amenazas a las que se expone el soldado. […] Pero estos bombardeos desde el cielo poseen una capacidad de sembrar espanto absolutamente única.”
Una vez repasados los aspectos puramente militares, en la tercera parte Bloch amplía el espectro de su análisis para incluir al grueso de la sociedad francesa. Porque nadie está libre de culpa:
“Los estados mayores trabajaron con los instrumentos que les dio el país. […] La equidad impone que el testimonio del soldado se complete con el examen de conciencia del francés.”
En el repaso al cuerpo social francés, Bloch, ponderada pero implacablemente, no dejará títere con cabeza:
“En la Franciade 1939, la alta burguesía se lamentaba de haber perdido todo su poder. Se trataba de una tremenda exageración. […] Pero los déficits del sindicalismo obrero no han sido, en esta guerra, menos incontestables que los de los estados mayores. […] Las masas sindicalizadas no supieron imbuirse de la idea de que, para ellas, nada era tan importante como imponer, con la mayor rapidez e intensidad, la derrota del nazismo […] Raramente una incomprensión como está habrá sido penalizada con mayor severidad.”
El sobrio realismo de Bloch desenmascara la retórica pacifista de los comunistas como un acicate para el suicidio colectivo, a la vez que revela sus contradicciones internas:
“Decían que el capitalismo francés era duro para sus siervos, en lo que sin duda no les faltaba razón. Pero olvidaban que la victoria de los regímenes autoritarios conduciría inexorablemente a la esclavización casi absoluta de nuestros obreros. […] omitían distinguir entre la guerra que se decide librar voluntariamente y la que se nos impone, entre el asesinato y la legítima defensa. […] Lo más singular era, sin duda, que a esos intransigentes enamorados del género humano no les sorprendiera coincidir, en la argumentación en pro de la capitulación, con los enemigos natos de su clase y de sus ideales.”
Los dardos de Bloch se dirigen ahora hacia la derecha antimoderna, paleta y nostálgica que en ese momento está configurando el aparato civil del régimen de Vichy:
“Cada día oigo por la radio predicar “la vuelta a la tierra” […]. Un partido entero, que hoy tiene o cree tener el control del tablero de mandos, no ha dejado nunca de echar de menos la antigua docilidad que considera innata a los pueblos modestamente campesinos. De hecho, que nadie se llame a engaño. […] El verdadero trabajo del campo tiene más de estoicismo que de dulzura, y sólo en las églogas se trata a los pueblos como remansos de paz. […] Pero, tengamos el valor de reconocerlo, lo que acaba de ser vencido en nosotros es nuestra querida y pequeña ciudad de provincias.”
El derrotismo según Bloch no es privativo de la izquierda:
“A decir verdad, el que los partidos calificados de “derechas” se inclinen con tanta presteza ante la derrota no debería sorprender demasiado a un historiador. Se trata de una tradición presente en casi toda nuestra trayectoria: desdela Restauraciónhasta Versalles.”
Por su parte, las clases medias habían dejado de ser la base social sobre la que se apoyaba el sistema parlamentario en el momento en que, con la ampliación del derecho a voto y el auge del obrerismo, se enfrentaron a la pérdida de su preponderancia política:
“La burguesía, ansiosa y descontenta también estaba amargada. Demasiado desacostumbrada como estaba a realizar cualquier esfuerzo de análisis humano para tratar de comprenderlo, prefirió condenar al pueblo del que procedía y con el que, si hubiera reflexionado un poco más, habría sentido que le unía una profunda afinidad. Resultaría difícil exagerar la conmoción que, en las filas de las clases acomodadas, incluso entre los hombres en apariencia con mayor apertura de espíritu, provocó el advenimiento en 1936 del Frente Popular.”
Bloch acaba su examen con la constatación de lo que a sus ojos aparece como un fracaso generacional, la de los vencedores de una guerra que no han sabido ni evitar ni prepararse para la siguiente:
“Pertenezco a una generación que tiene mala conciencia. Es cierto que volvimos muy fatigados de la última guerra. También teníamos, después de cuatro años de ociosidad combativa, gran prisa por volver a poner sobre la mesa de trabajo, donde las habíamos dejado invadir por la herrumbre, las herramientas de nuestros diversos oficios: queríamos recuperar el tiempo perdido afanándonos el doble. He aquí nuestras excusas. Hace mucho tiempo que he dejado de creer que basten para exonerarnos”.
Tras afirmar su fe en la recuperación de Francia y abandonarse a algunas lucubraciones sobre cómo se producirá, Bloch le pasa el testigo a los que vienen detrás:
“No será a los hombres de mi edad a quienes corresponderá reconstruir la patria.La Franciade la derrota habrá tenido un gobierno de vejestorios. Algo perfectamente natural. La Franciade la primavera nueva deberá ser asunto de jóvenes. Poseerán el triste privilegio, con respecto a sus mayores de la primera guerra mundial, de no tener que protegerse de la pereza subsiguiente a la victoria. Sea cual sea el desenlace final, la sombra del desastre de 1940 no se disipará en mucho tiempo.”
Finaliza en Manuel Chaves Nogales sobre la caída de Francia
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